El fútbol que cambia la vidaLa pasión popular por los Balón de Oro y los cracks alimenta otro fútbol, el de los patios de escuela y de los descampados del mundo, donde este, como otros deportes, recupera su bagaje original de valores. Unicef y otras organizaciones explotan su potencial como instrumento de diversión, educación, desarrollo e integración social de muchos niños.
Unos niños se visten para disputar un partido de su torneo de fútbol un sábado por la mañana en el estadio situado junto a la colonia López Arellano en Choloma, ciudad de la región industrial de Honduras
Ever Daniel quiere trabajar en un taller como su hermano mayor; José Luis no sabe a qué querrá dedicarse, otro chaval dice que electricista. Pero a nueve de cada diez de estos chicos les gustaría ser como Messi o Cristiano Ronaldo. El fútbol es la mayor pasión de los niños de La Joya, un barrio marginal de Tegucigalpa, la capital de Honduras. Quizás alguno llegue a Balón de Oro, pero en el campo de fútbol de este barrio, como en otros parecidos de lodo reseco y rodeados de chabolas, “el fútbol sólo es el medio, el objetivo es la educación, favorecer el progreso social de estos niños”. Así lo resume Héctor Zelaya que, él sí, fue un ídolo del fútbol. Ahora coordina un programa municipal para la integración social de niños y adolescentes desfavorecidos. Esta iniciativa es un paradigma de esa otra cara que tienen el fútbol y otros deportes, la de instrumento de cohesión social y de escuela de valores, la faceta que explota el Fondo de Naciones Unidas para la Infancia (Unicef).
“A este le llamamos Affelay, porque es igual que el del Barça, ¿no ves?”, señala Jesús Zurigai, espabilado estudiante de primero, haciendo alarde de su conocimiento del fútbol europeo –aquí arrasan el FC Barcelona, el Real Madrid y el Manchester United, incluso por delante de equipos sudamericanos–. El Affelay hondureño juega bien, pero quiere estudiar Veterinaria. No se queda atrás en sus aspiraciones un grupo de alumnas de la escuela pública David Corea de Villanueva, otro de los barrios suburbiales más poblados y conflictivos de Tegucigalpa. Alejandra quiere ser odontóloga, Ricci, administradora de empresas. En estas zonas también hay chicas que juegan al fútbol, aunque la mayoría son varones.
Por si quedara duda, en estos barrios pobres de Honduras se confirma que el deporte es un imán para los niños (y adultos). Pocas actividades tienen tanto poder de convocatoria y son tan compartidas por personas de ambos sexos, distintas culturas, religiones y edades; salta barreras idiomáticas y clases sociales. Unicef lo sabe y ha ido aprovechando estas cualidades del deporte en sus programas, como otras agencias de la ONU que, en el 2002, decidió sistematizar esta herramienta y reunió un grupo de expertos para que generaran ideas y un marco teórico para extenderlas en lo posible.
“En nuestra agencia, el deporte se usa como medio de mejora de la infancia y para alcanzar los objetivos del milenio de la ONU: erradicar la pobreza, reducir la mortalidad infantil, universalizar la educación primaria...”, señala Mariko Kagoshima, representante adjunta de Unicef en Honduras y que antes trabajó en Afganistán y Somalia.
Para Unicef, el deporte materializa el derecho de los niños al juego, algo vital para su bienestar físico y mental; es una diversión sana; les ayuda a aprender valores individuales (esfuerzo, compromiso...) y colectivos (trabajo en equipo, tolerancia, igualdad…); favorece la convivencia y estimula el desarrollo personal y la integración social.
El proyecto Fútbol para la Vida, en Honduras, es un modelo. Es un programa municipal, auspiciado y respaldado por Unicef (en la formación, el material, lo económico…), además de tener patrocinadores, y que suma 400 voluntarios. El coordinador, el ex futbolista Héctor Zelaya, conocido como Pecho de Águila por un andar echado para delante que conserva, se hizo famoso en su país, sobre todo, a raíz de su gol con la selección hondureña contra España, en el primer partido de esta como anfitriona del Mundial de 1982.
Niños del programa Fútbol para la Vida en el barrio marginal del Reparto, en Tegucigalpa, la capital de Honduras
Nacido en un barrio pobre, Pecho Zelaya, debutó en la Liga Nacional hondureña a los 17 años. Jugó en España, en el Deportivo de La Coruña, pero a los 24 años le apartó del fútbol una lesión –de la que, en lo positivo, recuerda que en la recuperación hacía fisioterapia con Maradona–. Casado con una periodista y profesora universitaria, que lleva un diario digital, y padre de cuatro hijos, Zelaya cultivó café, y en el 2002 impulsó el proyecto Fútbol para la Vida. “El objetivo –indica– era crear equipos y torneos de fútbol infantil y juvenil (hasta los 17 años) en los barrios marginales. Se quería llegar a estos chicos para que se divirtieran con una actividad sana, que tuvieran una motivación, se sintieran parte de un equipo y aumentara su autoestima, que se fomentara la convivencia, y apartarles lo máximo posible de la calle y sus riesgos, a la vez que se les dirigía a la escuela”.
La fórmula es tan simple como que, cuantas más horas pasan los chicos en la escuela y en el campo de fútbol, menos están en la calle, lo que supone reducir las oportunidades de consumir drogas, involucrarse en actividades delictivas y violentas o de ser explotados laboral o sexualmente. Una fórmula aplicable en Honduras y en todo el mundo.
Fútbol para la Vida organiza 384 equipos y llega a 15.000 niños y adolescentes de 162 barrios. La pretensión es que más ayuntamientos adopten el proyecto en un país donde vive en la pobreza, en torno al 60% de los hogares –sólo en Tegucigalpa, el 40% de los 1,5 millones de habitantes vive en las colonias de chabolas–. Un orgullo de los impulsores del programa es que ha sobrevivido a diferentes cambios políticos y a gobiernos de distinto color. Se ha consolidado, lo que es uno de los objetivos de Unicef cuando promueve este tipo de iniciativas en los diversos países: que las asuman los gobiernos y entidades locales con financiación pública y privada.
Los responsables del programa y de Unicef en Honduras saben lo que les ha costado esa consolidación: perseguir a los políticos pidiéndoles que dediquen una partida presupuestaria, invitando a los que gobiernan y a los que están en la oposición a conocer las actividades...
El tiempo de entrenamiento y juego en el campo de fútbol se completa con sesiones formativas, “de capacitación”, las llaman. Hoy, en la Joya y el cercano barrio del Reparto toca hablar de derechos y deberes ciudadanos y de cómo prevenir el contagio del virus del sida (VIH). Como ha venido el vicealcalde de Tegucigalpa, Juan Diego Zelaya (sin relación familiar con Pecho Zelaya), los chicos no se cortan y le preguntan: “¿Por qué no se hace más para reducir la inseguridad?”.
“Hace poco, una pregunta parecida la formuló otro grupo de chicos al director de Unicef para Centroamérica, que nos visitó. Que chavales de 12 años hagan esta pregunta implica que crece el nivel de autoexigencia, y una generación más exigente hace pensar que el país avanza”, reflexiona Héctor Espinal, jefe de comunicación de Unicef Honduras.
“Llegamos a áreas de los barrios a las que ni entran los servicios más básicos, la sanidad, la escuela”, afirma Pecho Zelaya. Son barrios muy conflictivos, aquí mandan las maras (las pandillas) y su violencia es más intensa desde que, en muchos casos, las han reclutado los narcotraficantes.
Un día cualquiera, los chavales de los barrios de Soto y Porvenir han bajado a entrenar al campo de fútbol, allanado en la ladera del cerro del Berrincho que derrumbó el huracán Mitch, enterrando a muchas personas aquí en Comayagüela, la ciudad unida a Tegucigalpa. Varios niños se han encontrado en el camino un muerto por disparos. “No es un hecho aislado, desgraciadamente”, se queja Irma Mendoza, madre de dos futbolistas. Su marido, Luis, entrena a algunos de los 16 equipos que juegan en este campo. La pareja tiene cinco hijos más y la madre asegura que “ninguno en maras gracias a Dios” –es una de las familias de las iglesias adventistas, mormonas y otras que, cada día más, adoctrinan en estos barrios, y algunos de cuyos voluntarios participan en el programa, aunque los cursos de capacitación los controla Unicef, organismo laico–.
“Cada niño que atraemos es un integrante menos de una mara, podría decirse que competimos con ellas para ver quién se queda con los chicos”, explica Héctor Zelaya. Sus entrenadores asienten. Algunos pequeños futbolistas ya han sido arrancados de las maras. Luis entrena a un chico de 12 años que estuvo en una; otra voluntaria, Gladys, a un par más; otros tienen hermanos mayores metidos –ningún chaval lo reconoce–. “Hay críos de menos de 14 años que ya han hecho pinitos en el negocio de los sicarios”, dicen.
Lester, de 10 años, en su casa, una chabola sin agua ni electricidad al lado del campo del Reparto. Tiene tres hermanos y su padre murió en un tiroteo en la barbería.
Si un chico se integra en una mara ya será difícil sacarlo de ella, devolverlo a la escuela… “¿Cómo puede competir un puesto de aprendiz de carpintero, apenas pagado, con lo que los narcos ofrecen sólo por hacer de bandera (informador) a un chico de 16 años, 600 lempiras a la semana –unos 23 euros, en un país donde el sueldo mínimo son 220 euros al mes?”, cuestiona un trabajador social. Mariko Kagoshima, de Unicef, le da la razón pero, a la vez, se lamenta de que “se generalizan los casos de delincuencia, y la imagen que la sociedad tiene de los menores es muy negativa, se criminaliza a todos, cuando ellos son unas víctimas más. Por eso, proyectos como Fútbol para la Vida también son importantes para dar una imagen positiva de ellos”.
Una equipación de fútbol suma muchos puntos en el camino del bien. Por no hablar de un balón, que casi ninguno tiene aquí. Los chicos cuidan la camiseta y los pantalones mejor que cualquier otra prenda. “Algo tan simple como la camiseta hace que uno de estos niños se sienta importante y parte de un equipo, y si es del nuestro, mejor que de una mara”, señala Zelaya.
A caballo con los proyectos culturales, funciona en varios municipios la Red de Comunicadores, una iniciativa en que unos chicos graban y retransmiten las charlas y partidos de fútbol por televisión, lo que alimenta aún más la autoestima de los pequeños futbolistas.
Fútbol para la Vida recluta principalmente a niños no escolarizados de las colonias marginales, y para participar se les exige ir a la escuela, en algunos casos hasta se controlan las notas. Es una prioridad fidelizar a los niños a la escuela. En Honduras, como en otros países latinoamericanos, se ha logrado acercar la escolarización al 100% en primaria, aunque en secundaria baja al 72-57% (según sean niñas o niños). Además, hay un absentismo de cerca del 20% en primaria y del 50% en secundaria; en las zonas rurales, sobre todo, obedece al trabajo infantil (el 16% de niños de 5 a 14 años lo hace).
La edad de 12 o 13 años es crítica, el niño acaba primaria; disminuyen las posibilidades de que siga escolarizado y se multiplican las de que acabe vagando por las calles y con malas compañías. El fútbol es un cebo para atraer a ese niño a la escuela, una puerta abierta a su educación y, si hay suerte, a expectativas de progreso.
“El fútbol, como el programa gubernamental por el que se reparten en la escuela el desayuno o la merienda, es vital para aumentar y mantener la asistencia a clase; además, consigue que los chicos se porten mejor, porque se les dice que si no, se les excluirá del equipo”, explica Emma Marder, maestra en el colegio público David Corea del barrio de Villanueva. “El programa reduce el absentismo escolar y hasta hemos visto que mejoran las notas”, corrobora el vicealcalde Zelaya. Esta tendencia coincide con resultados observados por Unicef en programas similares, en Uganda, por ejemplo.
Colsa consuela a una alumna llorosa que recibió un golpe en la marabunta que se formó en el recreo en torno al futbolista del Racing de Santander.
En el Soto, Teresa, la cuñada de Irma Mendoza, observa el entrenamiento de sus dos hijos. Se quedó embarazada del primero a los 14 años. Ahora tiene 27 y es madre soltera. Jocelyn también tuvo a su hijo, Gerson, con 15 años. La madre de Lester, de 10 años, se quedó viuda al morir su marido en un tiroteo. Sea por el embarazo adolescente o por los muertos por violencia, las familias de madres solas son un perfil muy usual en estos barrios pobres hondureños. Las mujeres crían a sus hijos casi sin recursos, factor que hace a estas familias más vulnerables a las bandas criminales y su dinero fácil.
En Tegucigalpa hay un par de equipos de fútbol de madres adolescentes. Es así en Choloma, en el área de San Pedro Sula, la capital industrial del país, dentro del programa municipal Comvida, que usa el fútbol y la informática como herramientas de integración. El sábado toca torneo, pero antes del partido, una treintena de adolescentes participa en un taller de prevención del embarazo. Son chicos y chicas de las colonias López Arellano y la Victoria y conocen bien el problema. Kathya Rapalo, de 15 años y que quiere ser pedagoga, o Rosana Zamora, de 17, que quiere estudiar Medicina, tienen compañeras que fueron ya madres. “Es fatal, hay chicas que salen adelante si tienen apoyo de la familia, pero requiere un gran esfuerzo y su vida queda muy condicionada”, dicen. “Se trata de concienciar a las chicas de que ellas tienen la última palabra en las relaciones y que tanto ellas como los chicos deben ser responsables sexualmente”, añade Cintia Membreño, voluntaria de 22 años.
Unicef estima en 108 de cada mil partos la tasa de embarazo adolescente en Honduras (en España son 13) y que el 26% de las chicas de 20 a 24 años fueron madres antes de los 18. Jessi es una de ellas. En una callejuela del barrio está a la puerta de casa con sus dos hijas. Tuvo la primera con 15 años. “Yo he tenido suerte –dice– llevo 12 años casada con el padre de las niñas. Pero no disfruté mi juventud ni pude trabajar, ahora busco empleo”.
En el país hay más de un 52% de paro, miseria que favorece la obligación de muchos niños a buscarse la vida en el calle, aun teniendo familia. En San Pedro Sula, segunda ciudad del país, el proyecto de fútbol de los servicios municipales y arropado por Unicef trabaja con niños de la calle. Desde hace un año y medio, por la mañana, funcionarios y voluntarios les recogen en los lugares donde saben que pernoctan. Van llegando: Rigoberto, que duerme con un grupo de indigentes adultos; Carlos Alberto Escoto, de 15 años; Jonathan, de 13, con dos hermanas internas en instituciones; Franklin, Miguel, Francisco Hernández... Les llevan a entrenar y a las sesiones de capacitación, que les inician en el uso de ordenadores. Se completan con apoyo psicológico, asistencia médica, concienciación de los problemas de las drogas, del sexo no seguro (algunos chavales ejercen la prostitución o han sufrido abusos). Se les da almuerzo o merienda, a veces, ropa, y se duchan, y en ocasiones se les ofrece “concentrarse como los futbolistas”: pasar una noche en un centro municipal. O se festeja el cumpleaños de alguno, se les lleva al cine…
Una familia en el mismo campo de Soto-Porvenir, en Comayagüela, ciudad unida a Tegucigalpa: Irma Mendoza (centro) con su marido, sus hijos, su cuñada y sus sobrinos. Familias como esta andan media hora para llegar al campo de fútbol
José Luis Cruz, otro ex futbolista profesional que estuvo en la selección hondureña con Zelaya, dirige el programa Catrachos al Cambio (catracho es el gentilicio popular de los hondureños). Le enorgullece que de 126 chavales que han pasado por el programa –la participación es irregular, al ser voluntaria–, algunos han regresado con sus familias –lo que tampoco es garantía de mejora ni de que no vuelvan a la calle–, 12 han ingresado en centros de atención y tres han reanudado los estudios.
Dos de estos son Alan Francisco y Jonathan, de 15 años, que estudian mecánica. Alan se metió en las drogas a los 12. Se ha recuperado. Tiene seis hermanos menores “escolarizados”, dice. Jonathan vivía en la calle “vendiendo películas”, pero no se drogaba. Tiene un hermano mayor y tres menores que, al salir de la escuela, venden revistas en la calle. “Yo aconsejo a los chicos que no agarren las drogas”, apunta Alan.
“Y yo, ¿podré volver a la escuela?, quiero ser electricista”, pregunta Jensel David, de 14 años. Es uno de los futbolistas recogidos en la calle al mediodía. Entonces, eran visibles en los chicos los estragos de la noche. Nada que ver, horas después, estos ojos que ya fijan la mirada. Han entrenado, han hecho sus cursos, merendarán y se les devolverá a los lugares donde se les recogió. Ese es el momento más frustrante para Cruz. “Si están con nosotros cuatro horas, son horas que no están expuestos a los riesgos de la calle ni delinquen”, se consuela. Está en marcha el proyecto de un centro de atención para estos chicos, sobre todo para desintoxicación –muchos fuman crack o esnifan cola–, primer paso para su reintegración social, cuenta Gleda Gutiérrez, responsable municipal de acción social.
“Si quieres estudiar podrás, pero tendrás que esforzarte e ir todos los días a clase...”, dice a Jensel David Sunilda Meraz, trabajadora municipal. “¿Qué días? Me lo tendrás que apuntar”, responde. “La verdad –se anima–, lo que más quiero es una novia”. Cuenta que se saca algún dinero en los semáforos haciendo malabares. Una metáfora de su vida.°

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